18 enero 2007

BALTASAR

A Paula, Laura y Helena.
Por un futuro lleno de colores, amor y grandes sueños.
A Miguel, porque alguna vez fue niño.


"Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María,
y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros,
le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra."
Mateo, 2 11.

Paula abrió los ojos y reconoció la sonrisa de Lulila, grande y leal. Nina estaba a su lado. La luz que se filtraba por los pliegues del estor hacía brillar su cabeza pelona de bebé. Sonrió, las dos estaban preparadas para recibir su abrazo y empezar el día.

Se incorporó en la cuna y aguzó el oído. No le llegaron los ecos de la voz de mami, ni su rastro por la casa iniciando las tareas del día. Extendió los brazos y atrapó a Nina. Olía a caramelo y era suave y firme. Intentó atrapar a Lulila, pero por el camino vio un mechón amarillo y se acordó de Lucho. Su compañero de trapo le mostró su único diente desde las alturas de la estantería. Se puso de puntillas e intentó alcanzarlo, pero era una tarea imposible. Estaba demasiado lejos y ella no podía estirarse más. Si fuera como la mamá de los Increíbles, seguro que podría haber cogido a Lucho y a todos los muñecos que se le hubiera antojado.

Comenzó a sentirse incómoda y atrapada en la cuna, como Nemo en la pecera del dentista, así que optó por llamar a mami.
“¡¡Maaaaamiiiiii, sácame de aquí!! ¡¡Quiero saliiiiiiiirrrrr!! ¡¡Maaamiiiiiiiii!!”.
Al otro lado de la puerta, no se escuchó movimiento alguno. Un gran vacío parecía devorarlo todo más allá de su habitación. ¿Cómo era posible?

Gritó una vez más con todas sus fuerzas. Tenía los pulmones fortalecidos por años de llantos y a sus casi tres años de edad, la experiencia comenzaba a ser un grado. Mami no venía ni daba señales de vida. Justo cuando parecía que no quedaba más remedio que abandonarse al llanto, una luz a su izquierda atrapó su atención al instante.

Por la ventana seguía colándose un rayo de luz tenue, como un camino de polvo ingrávido y recto, pero por encima de él comenzó a destacar una especie de estallido de colores que inundó, poco a poco, toda la habitación.

Paula se quedó boquiabierta. Pinceladas de colores la rodeaban y teñían sus manos, sus dedos, la tripita con el ombligo sonriente, sus largas piernas y la cara de Lulila y Nina. Aquello sí que era divertido. Brillos rojos, verdes, rosas y amarillos se fundían con las cosas, atravesándolas y modificando su color. La habitación se convirtió en una fiesta de luces. Paula no podía dejar de reírse a carcajadas. Qué bonito estaba todo a su alrededor.

Intentó atrapar los colores y se puso de puntillas en la cuna para tocar los que resbalaban por las paredes. No era posible, las luces desfilaban tan deprisa que no le daba tiempo a secuestrar entre sus manos alguno de los brillos. Cuando empezaba a hartarse de esta persecución, la puerta de la habitación se abrió de golpe, obligándola a sentarse asustada y con la lágrima a punto. Lo que vio a continuación, ahogó la lágrima y le despertó una nueva sonrisa.
Un hombre alto, corpulento y vestido con grandes capas doradas le miraba con unos ojos de paz y confianza. Se sintió como en los brazos de papi, segura y bien. De repente descubrió que el hombre vestía un turbante en la cabeza. Era grande y le recordó a la toalla que mami se coloca cuando sale de la ducha y que tanto le divierte desenroscar. Se rió y estiró los brazos para que él la sacara de la cuna.

El hombre acomodó a Paula en sus brazos y ella tocó, tímidamente al principio, sin reparos a continuación, el dorado turbante. Tenía piedras preciosas de muchos colores, los mismos que habían jugado con las luces en su habitación. Rió feliz, como cuando jugaba con mami a pilotar aviones y a dar de comer a Nina. De repente, se acordó mucho de mami. Cómo le gustaría que estuviera allí con ella, en ese momento, compartiendo la magia de los colores al lado de ese simpático señor.

Quiso llamarla, pero los ojos oscuros del señor le hablaron sin mover los labios, y sintió que se calmaba como si mami estuviera a su lado. Entonces se fijó en su cara. Era negra como el cola cao que papi le prepara cuando se come todo y no hace falta llamar a la poli. Qué divertido, pensó. Un señor que sabe a cola cao. Qué chollo, cada vez que quiera tomarse un chocolate, no tiene más que pasarse la lengua y ya está. Qué risa. Se rieron juntos de la ocurrencia y estuvieron un rato largo sin parar de reírse.

Luego le presentó a Nina, Lulila, Lucho y Lupita y el gran regalo: el avión de Playmobil con el que jugaba sin cansarse. Eran sus más preciados tesoros y los quería compartir con el señor del cola cao. Él la escuchaba con mucha atención, concentrado en cada explicación que ella le daba acerca de cómo bañaba a Nina o le daba de comer. Cómo se escondía Lucho o cómo bailaba canciones del musical Annie con Lulila y mami. Y cuando Paula terminó de contarle, él le señaló su ancha manga.

Tenía una larga manga que se abría como una gran boca abierta. La oscuridad de la piel de su brazo se confundía con la del interior de la manga. Sólo las palmas de las manos eran blancas y relucientes. El señor movió los dedos y colocó las manos juntas, mientras señalaba con la cabeza hacia la pared. Allí le esperaba a Paula un espectáculo maravilloso. Leones feroces que corrían veloces por la selva se mezclaban con jirafas de cuellos largos que movían la boca masticando hojas de árboles altos y espigados, donde anidaban pájaros que desplegaban sus enormes alas y abrían sus largos picos buscando comida.

Paula estaba totalmente fascinada. Le latía muy fuerte el corazón y apenas podía aguantar la risa. Era como si una lluvia de cosquillas la inundara y empapara, traspasando la piel y recorriéndola por dentro haciéndola sentir muy feliz. Palmoteaba a cada nuevo hallazgo, ante cada nuevo descubrimiento. Las sombras se proyectaban dejando paso a un pez que sacaba la cabeza por encima del mar mientras guiñaba un ojo redondo, o una palmera torcida rodeada de gaviotas ruidosas.

Cuando creía que no podía más y que se le iba a secar la garganta de tanto reír, el señor del cola cao volvió a pedir su atención en la manga de su traje. Un par de destellos blancos rompieron la oscuridad. Las palmas de sus manos se juntaron y se volvieron a separar. Una mano se introdujo en la manga y volvió a salir cerrada en un puño.

Los grandes ojos oscuros se fijaron en los de Paula, que parpadeaban con sus largas y curvadas pestañas, brillantes y curiosos. Sorprendidos y asombrados por todo lo que aquel señor le estaba contando…sin mover los labios. Finalmente, la mano negra se abrió y sobre una palma blanca como si fuera nueva, vio lo que había sacado de la manga, lo que le había traído para ella.

Un mechón de cabello. Suave y tierno, el primero que su nueva hermanita iba a tener. Y el señor se lo traía a ella, como un adelanto del encargo que se le iba a encomendar: cuidar y querer mucho a la pequeña Helena. Esa iba a ser su tarea, y esto requería de entrega, generosidad y responsabilidad, palabras todas ellas que Paula no entendía, pero no se atrevió a interrumpir al señor del cola cao con sus dudas.

Hablaba tan suave y tan dulce, como cuando papi y mami la mecen después de una pesadilla de madrugada. Era un murmullo tan cálido que comenzó a sentirse muy fatigada y dejó que los ojos se cerraran. Justo antes de que el sueño la venciera, atrapó fuerte entre sus dedos el mechón de cabellos de su hermana Helena.

“Paula, cariño, despiértate…que vas a ver a mami y a conocer a tu hermanita”. Paula entreabrió los ojos y se esforzó por liberar los párpados del peso del sueño. Aquellas palabras que acababa de pronunciar su papi eran realmente interesantes. ¡¡Iba a conocer a su hermanita Helena!! Eso sí que era divertido. Sonrió mostrando sus dientes blancos de leche, sorprendiendo a papi y a todos los presentes. Aplaudió emocionada y se agarró fuerte del brazo de su padre cuando le sacó del coche.

Se había quedado dormida de camino al hospital, pero la desconfianza y aburrimiento con que se encontró al enterarse de la noticia de la llegada del bebé, se habían vuelto alegría y risa fuerte. Todos la miraron alucinados, abuelos, amigos, pero se contagiaron rápidamente de su felicidad.

Tenía la naricilla respingona, como la suya. La frente estaba arrugada y los ojos hinchados y cerrados. Dormía tranquila entre los brazos de mami. Pidió tocarla. Sus dedos rozaron unos mofletes suaves y su nariz olió una piel de muñeco. Tenía poco pelo, pero era del mismo color que el mechón que guardaba en su caja de secretos, bien escondido entre sus otros tesoros. Se acercó al oído y susurró su nombre. Un dulce gorjeo salió de su boca y un asomo de sonrisa curvaron sus labios gordezuelos.

Así fue cómo Paula selló un pacto con su hermana y entendió lo que significa la entrega, la generosidad y la responsabilidad.
Helena era bienvenida. El señor del cola cao estaría orgulloso de ella.
Feliz Cumpleaños, Paula.

1 comentario:

Avellaneda dijo...

¡¡Qué felicitación más bonita!! Me ha gustado mucho esa magia que transmiten tus palabras, es como si te retrotrajeras en el tiempo a cuando soñabas con el señor del colacao, sus regalos, cuando tenías ilusión por todo, cuando te creías todo, cuando todo era real...
El G me ha gustado mucho pero Baltasar…

Enhorabuena por el relato Tamara, ha merecido la pena esperarlo :-)