04 enero 2007

MELCHOR

A Marijose, Goyi y Marcela.
Todas madres excelentes y fuente de inspiración siempre.
A Paloma y Ángel, por un futuro que recién comienza


"Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes,
llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos diciendo:
¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?"
Mateo 2, 1-2


Manuela abrió las ventanas del cuarto de su hijo Manuel. El aire le sacudió el flequillo y le enfrió el cuerpo. El invierno ya estaba aquí. Asomó la cabeza y dejó que el viento la terminara de despeinar. Los luminosos de Navidad se agitaban al paso de un rumor que anunciaba días de nieves. Hacía sol y el día se despertaba luminoso pese al frío. Cuando cayera la noche, las bombillas se encenderían en un concierto de colores sobre la nieve blanda, enredándose para atraer, logrando hipnotizar.

Se volvió hacia el interior y dejó que sus ojos pasearan por las pertenencias de su hijo. La última mudanza había dejado pocas cosas, pero aún quedaban algunos pequeños tesoros. Un póster de un grupo irlandés mirándola fijamente, petrificado en el tiempo. Algunos libros medio desvencijados de pura gula, devorados por unos dedos infantiles, soñados por una esperanza adolescente que se quedaba atrás, caducada y suplantada por letras nuevas.
Sobre la balda más alta, ahí seguían las figuritas de súper héroes que con tanta ilusión había coleccionado Manuel desde niño. Cuántas veces se tropezó con Supermán por el pasillo, en cuántas ocasiones asomó la capa de Batman por los pliegues del sofá, pugnando por vencer las embravecidas olas del tapizado.

Manuel ya no estaba allí para reírse con ella de esos recuerdos. Ni para reñirla cuando la descubriera sorbiendo lágrimas de añoranza. Manuel había crecido y se había ido. Así de sencillo.
Ahora era su turno, el momento en el que le tocaba coronar sus montañas e izar sus propias banderas. La hora de independizarse y seguir su camino lejos de casa.

El timbre de la puerta la trajo de vuelta a la habitación de Manuel y al frío que llegaba de la calle. Cerró la ventana y oyó un nuevo timbrazo.
Abrió la puerta y una luz cegadora la hizo apretar los párpados durante unos segundos:
- Disculpe, señora, ¿puede ayudarme?
Manuela entreabrió los ojos y la luz cegadora había desaparecido para dejar paso a un anciano de afable mirada y larga barba blanca. Tenía unos ojos de un azul tan intenso que parecían poblados de agua de mar. Vestía ropa holgada, una especie de túnica de rabiosos colores que la dejaron sin habla. Los largos cabellos rizados se disparaban en todas direcciones, prolongándose en una barba canosa y de apariencia mullida. Unas campanillas sonaron a lo lejos, dejando una estela de chimenea encendida.
La sonrisa del anciano la contagió sin resistencia y se sorprendió a sí misma respondiendo:

- Por supuesto, señor, ¿qué necesita?
- Pues…es queee…resulta que me he perdido. Yo vengo de muy lejos con mis dos hermanos y al entrar en el pueblo…no sé cómo ha sido, pero los he perdido.
- Vaya…¿y qué necesita…un teléfono para llamarles?
- No puedo llamarles, señora. Nosotros no usamos esos aparatos.
- Ah, pues si que…no sé…¿quiere que le acompañe a una comisaría para ver si pueden localizar a sus hermanos?
- Mire, casi mejor me puede hacer un favor.

Una duda asomó a los ojos de Manuela, pero la sonrisa de aquel anciano no parecía la de un ser desvalido, perdido y desprotegido. Aquello le intrigó:

- Dígame y ya veré si lo puedo hacer.
- Se trata de un presente que tenía que entregar, pero no me da tiempo. ¿Podría quedárselo usted? -preguntó mientras le entregaba un pequeño paquete.
- Pero…pero vamos a ver…¿cómo que si me lo puedo quedar…?

Y entonces se fijó en el remite del paquete. Era el nombre de su hijo Manuel. La pregunta quedó hilvanada en el aire. La sorpresa la dejó muda. Tragó saliva y levantó la vista. El anciano ya no estaba allí. Se había esfumado delante de sus narices, dejándola sola en mitad del rellano. Ahora, la perdida era ella.
Giró el paquete y le temblaron las piernas. El nombre al que iba dirigido era el suyo.

Allí mismo abrió apresuradamente el paquete. El papel se enredaba en sus dedos nerviosos. Un lazo se resistía a ser rasgado, pero finalmente no pudo resistir el envite de unas manos poderosas. Tras el papel y los lazos, se escondía una foto. Enmarcada en metacrilato, con tonos étnicos. Y dentro, un hijo que besa a una madre. Y una sonrisa, la de complicidad entre ambos. Atrapada en el tiempo que sólo la magia de la fotografía concede. Para no desvanecerse nunca, para revivirla siempre.

Manuela cerró la puerta. Su hijo había vuelto.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Sabes que la Navidad me gusta mucho, pero a tu lado es maravillosa y año tras año las añoro y vivo con mas cariño. Me encanta este primer relato, en como en unas pocas líneas has resumido el mayor sentimiento que tiene la Navidad.. el amor. Felicidades cariño y continua escribiendo por favor.
Te quiero

Anónimo dijo...

Hola cuñaita.

Tan bien como siempre o mejor. Cada día te superas más...Has conseguido que por unos minutos me olvidase de que estaba en el trabajo para entrar en un mundo de cuento que me ha evadido, aunque sea por unos minutos, de la cruda realidad. Por favor, avisame la próxima vez porque merece la pena dedicar mi tiempo a leer tus relatos. Eres una estupenda escritora y espero que no lo dejes nunca.

Un besito muy fuerte de una gran admiradora tuya. Te quiero un montón.

Paloma Huete

Anónimo dijo...

Tu cuñado Angel

Tengo un nudo en la garganta.Este cuento es maravilloso,bonito y profundo. Que continuemos eternamente leyendo todo tu arte y amor por las letras.

Creo que lo sabes pero TE QUEREMOS MUCHISIMOOOOOOOOOO


Un Besote muy fuerte.Angel