18 mayo 2009

Refugio

Ayer el mundo se quedó sin unas pocas letras. Se nos fue uno de los grandes, de los mejores. Se nos fue Mario Benedetti. Las letras se quedaron sin ritmo ni estructura, voló la inspiración. Nos ha quedado el duelo, y todos sus versos y palabras, que rescatamos para nombrarle y honrarle.
Humildemente, mucho de lo que soy y quiero ser me lo dieron sus libros. Hoy me llega su voz con estas letras:

Cómo voy a creer/dijo el fulano
que el mundo se quedó sin utopías
Cómo voy a creer
que la esperanza es un olvido
o que el placer una tristeza
Cómo voy a creer/dijo el fulano
que el universo es una ruina
aunque lo sea
o que la muerte es el silencio
aunque lo sea
(...)
Cómo voy a creer/dijo el fulano
que la utopía ya no existe
si vos/mengana dulce
osada/eterna
si vos/sos mi utopía
UTOPÍA

Mi admirado Miguel, cuyo blog Mis fotos de Madrid es punto de encuentro y referencia para las buenas historias y estupendas imágenes, tiene un espacio para publicar relatos de sus lectores sobre Madrid. Hoy ha publicado uno que escribí inspirada en un sueño que tuvo mi madre hace mucho tiempo, y que resultó ser tan real como estremecedor. Lo ha mejorado con unas fotos magníficas que ha hecho él mismo de un rincón de Madrid, recuperado hace poco, y que merece la pena visitar, si tenéis ocasión: el metro de Chamberí. Tampoco dejéis de visitar el blog de Miguel, si queréis conocer algo mejor Madrid, su Historia, sus ritmos, vecinos, rincones y sueños de los que la habitamos.

Hoy los sueños me hablan de un mundo que ha perdido a uno de sus mejores contadores, un hombre grande de bigote perpetuo que nos advirtió un día que no nos creyéramos lo que nos dijeran del mundo, porque en realidad, el mundo es incontable. Y en todo caso, provincia de ti.

Gracias, Mario. Gracias, Miguel.

Las sirenas la sorprendieron acostando al pequeño. Chete se encogió como animal herido y se abalanzó sobre su madre. Volvían las bombas. Los aullidos alertando de la llegada de la aviación enemiga azuzaron su maltrecho corazón. El pequeño ronroneó incómodo, le asustaba el sonido estridente de las alarmas.
-¡Venga, mamá, tenemos que irnos! ¡Venga, vámonos al metro!
La voz de Chete la impulsó como un resorte. Arropó al bebé con la mantilla de lana más fuerte que encontró, y guardó unos trozos de pan duro en un pequeño atado. Las sirenas ahogaban su desagradable ulular ante el rápido avance de los aviones. Sus motores rasgaban el aire empañándolo de sones de guerra, desolación y muerte.

La calle desbordaba confusión. La gente corría por Eloy Gonzalo hacia el metro de Iglesia en busca de refugio desesperado. Mujeres, hombres, niños y ancianos atropellándose por alcanzar un lugar seguro. A la altura de Juan de Austria, Chete se le escapó de la mano y vio aterrada cómo la multitud se lo tragaba en un tornado de pánico, ruinas y edificios derruídos, paredes agujereadas forradas de sacos de tierra que formaban barricadas improvisadas, por las que se filtraba toda la angustia y desgarro que la muerte puede arrastrar.


Comenzó a gritarle, a llamarle desesperadamente por su nombre, ese nombre que había inventado para su hijo en las noches sin sueños que el hambre les entregaba. Mientras el frío arañaba, había inventado un lenguaje para acunar a sus hijos y abrigarles en noches de espesa desesperanza. Su voz se perdió con el estallido de las primeras bombas. La onda expansiva de una de ellas la arrojó al suelo, pero logró caer sobre su hombro y proteger del impacto al bebé que bramaba entre sus brazos. Polvo, cascotes, piedras y metralla la rodearon con furia y estremecedor alarido, pero ella se había quedado sorda.


Se incorporó como pudo, y apretando firmemente al bebé contra su pecho, se adentró por la calle donde había perdido a su hijo mayor. Una niebla espesa de metralla y ceniza la cegaba por completo, y a tientas bajó por una acera donde ya se apilaban los primeros cadáveres. La bomba había caído muy cerca, en la plaza de Olavide.

De un portal salieron varias caras sucias, donde la infancia había borrado su rastro y sólo quedaba espacio para la angustia y el temor al mañana. Una de ellas se colgó de su brazo. -¡Mamá! El grito de Chete no le llegó a los oídos, se le encajó en las entrañas y le pellizcó la esperanza. Pero no había tiempo para alegrías, la celebración del reencuentro podía esperar. La pequeña familia se agarró fuertemente de la mano y se lanzó calle abajo hasta el metro de Chamberí, mientras las bombas seguían rugiendo en el Infierno.


En el metro se apiñaban familias enteras, fragmentadas, la mayoría sin fuerzas, todas de duelo. Bajaron al andén esquivando cuerpos y el silencio más profundo que describirse pueda: un silencio denso, oscuro, sonoro y compacto. Los azulejos de las paredes del andén refulgían en un estallido de brillo y colores. Ocupando toda la extensión de las paredes en pequeños mosaicos, los azulejos hablaban de productos de belleza, salud y futuro. Eran rostros hermosos, bien nutridos, como parodias de un mundo que ya no podía recordarse. Había quedado arrasado por las bombas y el odio.



La visión de la belleza que mostraba la publicidad de las paredes la sobrecogió, y tomando sitio en una esquina con sus niños, dejó que las lágrimas desbordaran sus flacas mejillas. Las paredes desprendían la irrealidad, la seguridad de un mundo de confianza, de promesa, de noches de sueños y mañanas sin hambre.

El bebé parecía descansar en su regazo, y Chete se había acurrucado a su lado con el dedo pulgar en la boca. Lo meció con suavidad, y comenzó a hablarle en su lenguaje inventado hasta que el niño se quedó dormido. Sólo entonces apoyó la cabeza en un saco, y dejó pasear la vista por cada uno de los azulejos que cubrían las paredes del andén. Los colores y la belleza de sus imágenes se le colaron entre los párpados como un bálsamo, justo antes de quedar profundamente dormida, mientras fuera los aviones se alejaban como cuervos hambrientos.


Fotos de Miguel Ángel Molina

04 febrero 2009

Nana para espantar malos sueños

El aire se paralizó antes de llegar a los pulmones, y la fuerza quedó en suspenso también. Fueron sólo unos segundos, antes de quebrarse sobre sus hombros, derrotados, perdidos.

La niña la miraba clavando párpados desorientados, donde se adivinaba la locura. Un hormigueo de derrota comenzó a subir por sus piernas, y tuvo que sentarse para no perder el equilibrio ante los ojos perdidos de su hija.
La maestra les miraba alternati- vamente, sin atinar a proseguir su relato. Sobre la mesa, el último dibujo de la pequeña. Un incendio rojo desbordado entre las garras de la bestia, las pinceladas de una mente infantil desgarrada, de un cuerpo de bebé arrasado.

Los sollozos estremecían los hombros de la madre, mecidos por el silencio de las lágrimas siempre agotadas, temerosas de aturdir al monstruo, de alertar sus instintos animales. Las gafas resbalaron por la nariz, anclándose en la punta como flor temblorosa al borde del precipicio. Los ojos ya no se ocultaban, y el estallido de colores en los párpados hinchados dibujaban minutos, segundos tal vez, de ira y violencia, y horas, años tal vez, de ahogo y desesperación.

Las piernas le temblaban, el cuerpo se agitaba, y la boca seca ardía la garganta como arena de desierto. No. No. No. No podía ser cierto. Cómo no me he dado cuenta, por qué no he hecho nada. La niña, no. La culpa arañando el estómago con un rastro de bilis. No sabía nada. Estaba tan sumida en sobrevivir a su propia tortura, en ocultarla a los ojos de los demás, en anularse como ser humano y hundirse en los abismos, que cegó ojos y ensordeció oídos. La espalda emitió un aullido con el peso de la revelación, que sólo aflojaría la presión cuando la niña creciera firme y fuerte, tiempo después, pero que nunca se desprendería del todo. Suspiró. A la niña, NO.

La pequeña se encogió en su silla. Miraba a la madre fijamente, con un asomo de berrinche en la boca. Tenía sus lápices agarrados fuertemente, como un arma defensiva, su más preciado tesoro, la fuente de sus desahogos, la puerta por la que sacudía los fantasmas que por la noche manchaban de negro sus paisajes de colores infantiles. La observó. Sombras en los ojos recién descubiertas delataban el miedo, lo reconoció, se parecía bastante al suyo propio, cómo no vio antes el dibujo hostil en sus labios, la sonrisa anulada que ella había perdido también.

Los brazos de la madre se extendieron para acunar a su hija. La niña se cubrió con el cuerpo de su madre, y se enredó en su regazo. Acarició su pequeña cara, rozó las lágrimas y entonó las primeras notas de una nana que derramó paz instantánea sobre el abrazo estrechado.

La maestra las despidió en la puerta del colegio. Las vio irse con un inicio de complicidad y lucha entre la bruma opaca del dolor. Tenían varias citas para el día siguiente, y los siguientes y los siguientes. Psicólogos, trabajadores sociales, abogados, policías. Personas que ayudarían, sin duda, pero que no alcanzarían a trepar a lo más alto del cerco de unión y fusión de dos almas frágiles, pero nunca más indefensas. La madre se alejó del colegio con su niña en brazos, retrocedidas las dos a la unión del vientre preñado, refugiadas en su ombligo.
Lo que no pudo ver la maestra es que bajo las gafas oscuras de la madre, había una chispa de determinación y de fuerza, algo que el cuerpo reconocía como perdido hacía mucho, pero que comenzaba anidar con la misma intensidad que el abrazo daba apoyo a su niña y la nana entonada espantaba sus malos sueños. Para siempre.


Los cuadros son de Mark Ryden y Picasso.

13 enero 2009

Relato a tres bandas: Cimbrar-Escanciar-Tacto

A Merche y Martín.
Gracias por compartir esta aventura.
Sois grandes.

CIMBRAR
El día que Pedro vio el ovni, su pluma se negó a escribir cuando le tocó firmar su acuerdo de divorcio. Comprobó que tenía el cartucho completo de tinta, y apretó aún más el plumín contra el papel, arañando la superficie con un surco de rabia e indignación. En ese gesto cabía la derrota y el fin de un proyecto, de una etapa. La pluma rasgaba negándose a resbalar en tinta. El señor Hugoboss carraspeó y lanzó una risita nerviosa que pretendía abducir la tensión concentrada en el aire.

Carol le miró y enarcando la ceja izquierda, le fulminó con el frío destello de sus ojos verdes. Le había apodado así en cuanto le vio al otro lado del despacho, empapando su cara camisa de abogado de éxito con su transpiración incontrolada. El señor Hugoboss se tragó la bala y parpadeó maldiciendo a la pluma que se resistía a sellar el convenio de divorcio. Su vasta experiencia como abogado matrimonialista le había permitido conocer a muchas y variadas tipologías de parejas en ruptura, y nunca permitía que sus carísimos trajes de diseño se arrugaran ni una mínima costura por una disputa más o menos.

Pero este caso era distinto, se atrevía a reconocer que esta pareja era especialmente pintoresca. Para empezar, el marido, Pedro, no había abierto la boca más que para explicar que lo único que quería era el coche y la play station 3 con su colección de juegos y películas en Blu-Ray. El resto del tiempo se aletargó en un silencio monacal en el que el semblante no se alteró ni un solo momento. Como si un ejército de monjes budistas estuvieran buceando por sus venas, parecía flotar en un nirvana de beatitud conformista y ausente. Aceptó con una breve sonrisa todas las objeciones que su ex mujer le impuso, y mantuvo el gesto en paz y concordia hasta que sacó la pluma del bolsillo interior de su chaqueta, y se dispuso a rubricar el acuerdo.

Ella, en cambio, invadió la estancia mucho antes de cruzar la puerta. Minutos antes de que entrara en el despacho, el ambiente se volvió asfixiante, oprimía el cuerpo ciñendo la piel con un guante de deseo, como una friega de excitación, la promesa delirante de una piel suave y caliente. Se aflojó la corbata de diseño italiano y dio unos pasos por la estancia. No se atrevía a mirar a su cliente, Pedro, que llevaba media hora esperando con plácida serenidad, sin musitar ni una sola palabra, ni siquiera cuando el abogado se quejó de la tardanza de su ex esposa.

De repente, el avance de unos tacones, que parecían demorarse en tocar el suelo, le agitó como vara cimbrada sobre su espalda. Era como si cada paso se separara del siguiente una eternidad. Se descubrió enredado en la espera ansiosa del fin de ese caminar, en el dibujo de unas piernas, que imaginaba bien torneadas y firmes, deslizándose al ritmo de unos pasos que no parecían llegar nunca a su destino. Hasta que cesó la música de los tacones, y un roce delicado de nudillos golpeó la puerta.

La puerta se abrió y la habitación entera cayó rendida. Las largas piernas se apretaban envueltas en una falda ceñida de la que pugnaban por escapar al andar, cimbrando su cuerpo en un baile sugerente y cadencioso, las caderas se balanceaban como mar embravecido, y la estrecha cintura se escurría entre las olas más perversas y lujuriosas del señor Hugoboss, ya deshecha la compostura y perdida la apostura para siempre.

Carol iba profusamente maquillada. Los labios carnosos y perfectamente delineados tenían aroma de quirófano, y el busto redondo y enhiesto había conocido volúmenes peores. Los ojos arrastraban a un mundo verde de locura y estrépito bajo sus espesas pestañas. Todo en ella era rabioso y apasionado, pero elaborado a la vez, premeditado, estudiado y sabiamente preparado.

El señor Hugoboss supo al instante que había que espabilar la firma del divorcio si no quería perder los papeles ante sus desaforados instintos primarios. Aquello era un encuentro en la tercera fase que no debía de pasar de la primera. Leyó con voz entrecortada los términos del convenio y pidió a ambos que expusieran sus aclaraciones o matices, si así los hubiere.

Cuando se completó el proceso, y una copia rectificada obraba en sus manos, Pedro intentó firmar, pero su pluma se negó a funcionar. Apretó con más fuerza el plumín, y agitó con energía la pluma, hasta que un estrépito de gotas de tinta regó la camisa y el traje caro del señor Hugoboss.

Un gesto de asco cruzó el bello rostro de Carol:
- Chico…tú siempre dando la nota, ¿es que no puedes tirar de una vez esa vieja pluma?

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Este relato no termina aquí. Es sólo una parte de un todo, el inicio de un juego literario en el que nos hemos embarcado tres blogueros a los que nos gusta eso de escribir. Esta vez, nuestra mano inocente, Marcela -gracias por tu colaboración- nos facilitó 3 palabras, las sorteamos junto con los turnos (gracias a los aitas de Mer) y el resumen del partido fue el siguiente:
El blog de Tamara inicia el reto con "cimbrar" que pasa la historia al blog del
Instigador que regatea y avanza en el relato con "escanciar". Termina su jugada con un pase directo a Avellaneda que con "tacto" marca el tanto en el minuto final.
Esperamos que os guste y disfrutéis como lo hemos hecho nosotros ¿Acaso no es esto Web 2.0?
Para continuar leyendo...

La ilustración es de Pomme Chan.

07 enero 2009

Olga


Qui no recorda, no oblida.
Qui no oblida, recorda.
Qui recorda, oblida.
Qui oblida, no recorda.
Qui no recorda, no oblida.
Estimo, però no ho recordo.
M'estimen, i no ho oblido.
Mai no caurè en l'oblit.*
Marius Serra,
Quiet.

A Olga le gusta mucho cerrar puertas, muebles y ventanas. Como queriendo evitar que escape la luz que barniza lo que la rodea, ya sean objetos o personas, ya sean hadas o duendes. Tiene un sitio fijo en la cocina de mi abuela, la silla tras la puerta, de la que es fiel guardiana, el trozo de encimera donde juega con la cafetera a encajar sus viejas piezas. Mi abuela le canta canciones de otros tiempos, atrapadas en una noria de infancias por las que todos sus nietos hemos pasado, salvo Olga, que siempre será la pequeña, la niña de todos, pese a sus 30 años cumplidos.

Tiene unos ojos enormes, los abre al mundo que la mira indiferente, acusando su diferencia sin reconocerla. Sus ojos son los más hermosos que jamás he contemplado. Son algo verdes, medio grises y violetas, minerales brillantes que destellan en la seca montaña. Hay una chispa de emoción cuando enciendes una vela y se lanza a soplarla en un permanente cumpleaños de fiesta, hay un atisbo de indulgencia hacia los que la reducen y menguan, hay un campo de batalla en el que combate nuestra vulnerabilidad con su fuerza.

Cuántas veces me he sentido frágil, herida, atormentada, y me he sorprendido encontrando su mirada derramando una luz frente a la que me detengo acariciada, sintiendo que percibe los matices grises de mi espíritu, mi adormecido ánimo fiero, mis rutinas y miserias. Pero no me juzga, no hay reproches en el golpe de sus párpados, hay un vasto terreno limpio y fresco, donde laten sus grandes ojos, sin perder intensidad. Y es entonces cuando me cubre con un hule de colores con el que me levanto y esbozo una sonrisa, mezclada de su risa casi ahogada, y su arrullo confiado.

Le gusta mucho cantar con su media lengua de trapo, que entonemos con ella nuestras voces desafinadas. Mi hermano le guarda una canción en su guitarra, tiene un estribillo colgando del bolsillo donde Olga le mete una carta fournier de su baraja española preferida. Cuenta hasta tres como si alcanzara el infinito numérico, coloca en tu mano las cartas de la baraja como si fueran un abanico, y hay un muñeco al que adora y arrastra por toda la casa con su paso tambaleante y sus piernas flacas. Su silueta es estilizada, sus movimientos delicados y pausados, nada bruscos, cuánta belleza en un cuerpo que no aprendió a puntuar envoltorios.

A los padres de Olga no han sabido nunca explicarles lo que pasó, cómo un bebé tan lindo y fuerte se entumeció de fragilidad y se quedó varado en el tiempo. En un universo infantil sin puentes ni fronteras, de puertas abiertas que se cierran para no dejar que escape la magia del instante, la permanencia del momento vivido, ese segundo que a los adultos se nos escurre entre los dedos de las prisas, las responsabilidades, los enfados, los agobios, sin dejarnos disfrutarlo, ni sentirlo existir, ni saberlo durar.

Cuando Olga duerme la siesta entrelazada con mi abuelo, me quedo fascinada mirándola. La paz que cincela su rostro es la que he perdido y me resulta tan difícil alcanzar. Necesitamos pilates, yogas, meditaciones, músicas relajantes, y otras hierbas, y no llegaremos a dar tregua a nuestros músculos faciales como lo hace ella. Quisiera arrancar del sofá ese cuadro y llevármelo bajo el brazo, calentando mi sudor frío, ahuyentando mis demonios y alejando mi ansiedad.

A Enrique le encanta verla jugar con las piezas de lego que Olga encaja con paciencia y esfuerzo. Ella le sigue sin hacer caso de sus indicaciones, plena de razones para amoldar las formas como bien le cuadran. Mi madre se sienta a jugar con ella alborotándola de risas y abrazos, besos de los que siempre guarda una madre. Quisiera tragarme esa estampa y dejarla macerar bien adentro, para aprender a colocar cada cosa en su espacio adecuado.

Su madre la sostiene, la vincula, la prolonga, el territorio que comparten sólo admite a la hermana, las tres princesas de un cuento que sabe de rabia, impotencia, dolor y no entiende de hadas, sólo de una, la que les sopla fuerza con su impulso, ilusión con su risa entrecortada en la que le falta aire de puro gozo, cariño con su abrazo entregado, pleno, donde se supo el comienzo y no se adivina el final, y el tesón de una superviviente, la más luchadora, la gran vencedora de todas las batallas, las de siempre, las que vendrán y nos reventarán a todos, mientras ella nos mire con sus ojos bien grandes, algo verdes, medio grises y violetas, y levante el brazo vacilante, queriendo cerrar la puerta para que no se escape el asombro, la devoción y la magia de saberse intensamente viva.


*Quien no recuerda, no olvida.
Quien no olvida, recuerda.
Quien recuerda, olvida.
Quien olvida, no recuerda.
Quien no recuerda, no olvida.
Quiero, pero no lo recuerdo.
Me quieren, y no lo olvido.
Nunca caeré en el olvido.
Marius Serra, Quieto.

21 noviembre 2008

Tras un mar hecho escalera



Este relato no empieza aquí.
El mundo incontable es sólo el punto final de un viaje que empezamos mi querida amiga Merche Lozano y yo hace varias semanas como un juego.
Si te apetece leerlo, primero tienes que llamar a la puerta de Avellaneda para saber cómo empieza esta historia. Después, si quieres, puedes volver aquí a completarla. Te estaré esperando.

Foto cedida por Marcela Bustamante.
Gracias, Marcela, por participar en el juego y ser parte de este equipo.

.../...

El relato se interrumpía abruptamente, con una pregunta inquietante con perfume de cotidianeidad. De no ser porque la formulaba una mujer que meses después iba a ser asesinada.

El inspector Alegría se rascó la cabeza rala con fruición. Aquella no parecía la declaración de una mujer que temiera por su seguridad. Más bien era el relato pormenorizado de una mujer estrenando maternidad, que rememora los vaivenes hormonales de su reciente embarazo.

Alegría resopló y arrojó los papeles de la declaración sobre la mesa con un gesto de airado pesimismo. Se inclinó hacia atrás, y miró fijamente al Irlandés. El joven alto y espigado, de facciones nórdicas y rubio pelaje, que le valía el sobrenombre de “Irlandés”, se estiró de golpe.
La mirada del inspector Alegría podía fundir el acero en un golpe de párpados. Su apellido le rondaba como una maldición, pues no había espacio en su rostro para una sonrisa, siempre ocupado en cincelar unas arrugas que le pesaban como toda la maldad del mundo.
El Irlandés carraspeó antes de abrir la boca:

- Inspector, esto es lo que queda del diario de la mujer. A partir de ahí, las hojas están arrancadas, las tapas están...
- ¿Y el marido qué dice? ¿Conocía la existencia del diario? –interrumpió bruscamente Alegría.
- Eeee…pues como sabe, se niega a decir una palabra, inspector, así que no nos ha podido decir nada del diario, en concreto, no obstante…
- ¡Venga, ya, Irlandés! No me vengas con esas, ¿me estás diciendo que se os resiste el tío éste?

Alegría se inclinó hacia delante, mirando fijamente al joven policía, criminólogo de titulación universitaria, cuerpo atlético cincelado finamente de musculatura preparada para perseguir al criminal y dominio magistral del enjambre tecnológico. Nuevas generaciones de policías, mentes jóvenes y arrogantes frente a la experiencia hecha oficio y el olfato afinado del viejo inspector.

Pero el Irlandés le caía bien a Alegría, había buena materia prima que moldear. No quiso ser demasiado duro con él, y se limitó a carraspear y a golpear la espalda del joven, tieso y duro de miedo ante la reacción de su superior.

- Irlandés, Irlandés, vamos a hablar con el marido ahora mismo, a ver qué le podemos sacar.

El joven aflojó su cuerpo al comprobar que no iba a haber reprimenda, pero apretó las mandíbulas con fuerza, sabedor de que estaba pasando pruebas y la entrevista con el marido iba a ser su gran examen.

El día estaba desapacible, se respiraba una atmósfera de primeras lluvias otoñales, y el cielo mostraba un color sucio, de barro extendido por las calles. Se montaron en el Ford Mondeo negro, y atravesaron la ciudad hasta llegar a la urbanización de casitas adosadas que se extendían en la zona más acomodada del extrarradio.

Les abrió la puerta Sebastián Pedroso en persona, marido de la víctima. Su rostro se endureció al verles, pero su voz transmitió calma cuando les invitó a pasar. El salón parecía desordenado, aun permaneciendo todo impecablemente colocado. Había una sensación de control superficial, concluyó el Irlandés, algo inestable, a punto de derrumbarse si se sabía rascar debidamente.
Se acomodaron en los sillones y el marido les ofreció un café, que aceptaron.

El inspector Alegría se ofreció a ayudar, y el Irlandés observó el comportamiento del inspector con atención. Se mostraba torpe, pero cálido, como un padre que acude al llamado de un hijo en apuros y no sabe por dónde empezar. “Seguro que es una estrategia para que el otro se confíe, qué viejo perro es este hombre, se las sabe todas”.

El Irlandés se quedó solo en el salón, titubeante y sin saber muy bien qué hacer con su presencia, y se acercó a una vitrina donde se amontonaban varias fotos enmarcadas. Comprobó que no había ninguna del niño, había muchas de la pareja, en diferentes situaciones y vestimentas, pero le llamó la atención una especialmente. Era de ella, de la víctima.

El pelo se agitaba y cubría la cara sin llegar a ocultar una sonrisa confiada, plena. Al fondo, el cielo dibujaba nubes rosadas de un prometedor y seductor atardecer. El mar formaba unos escalones tentadores que invitaban a alcanzar el cielo. La mujer de la foto sonreía feliz, su barriga abultada mostraba un embarazo muy avanzado. Todo en esa foto conducía a sentirse en plenitud, nada hacia prever que tras las nubes se cernía la tormenta, la muerte, el fin.

Sin darse cuenta, tomó la foto en sus manos, concentrado, y no se dio cuenta de la llegada del marido y el inspector con la bandeja y el café.
- Deje eso en su sitio ahora mismo, por favor.
La voz de Sebastián era gélida y dura, el eco ahogado de una garganta rota, en la que se amontonaron las lágrimas.

- Disculpe…
- ¿Qué pasó en ese viaje, Sebastián? –el tono del inspector, intentando aprovechar ese descuido en las defensas del marido, no le pasó desapercibido al joven policía. Era el tono de un padre que comprende y tiende una mano, abierta a cualquier confidencia.
- Era tan guapa, el embarazo la embelleció, pese a lo mucho que se quejaba, pero yo la encontraba más hermosa que nunca –su voz se quebró mientras cogía la foto y la aferraba con fuerza.
- Hay mujeres a las que la maternidad las pone más guapas, mi mujer también pasó unos embarazos complicados, pero bien lindos. Siéntate aquí, Sebastián, tomemos este café y hablemos un poco…

Sebastián se sorbía los mocos mientras las lágrimas rebotaban mansamente sobre su barbilla.
- Era la mujer de mi vida, eso quiero que quede claro… y ahora no tengo nada…
- ¿Dónde está el niño, Sebastián?
- Con sus abuelos, yo…no soy capaz de verlo…no puedo, no puedo…
- ¿Cuándo lo supiste?

Los ojos de Sebastián se afilaron cuando miraron al inspector, que había convertido aquello en un diálogo entre los dos, dejando al margen al Irlandés, que sólo acertaba a escucharlo todo con los ojos abiertos empapados de asombro.
- En aquel viaje, precisamente…se la veía tan feliz y relajada, que no pudo ocultarlo por más tiempo.
- ¿No sospechabas nada?
- Pues no…hombre… los síntomas eran evidentes, admito que también alarmantes, pero yo me negaba a pensar en lo que podrían significar.
- ¿A quién se le ocurrió la idea del diario?
- A ella, claro –sonrió Sebastián- tenía una sensibilidad especial, le gustaba escribir, y pensó que así podría dejarle al niño un detalle bastante completo de cómo era y cómo sentía. Le quedó muy bonito, ustedes han leído una parte, ¿verdad?
- Sí, pero falta toda la parte final. En la que cuenta, supongo, por qué te pidió que lo hicieras.
- Era fantástica y tan fuerte…pero no pudo más.

El inspector Alegría pasó su brazo por los hombros de Sebastián, que lloraba vencido, y en un susurro preguntó:
-¿Qué pasó aquella noche, Sebastián?

Era medianoche cuando el Irlandés salió de la casa. La luz de las farolas apuntaba a las calles con su foco acusador, y el silencio ahogaba el aire frío de la noche, que agitaba su paso enmudecido de golpe.

Detrás de él venía el inspector Alegría, el viejo cascarrabias le había dado una lección que nunca olvidaría. Le sobraba humildad para reconocer cuándo le tocaba callar y no cuestionar. El brillo en sus ojos no le pasó desapercibido al viejo, que le palmeó la espalda y le dijo, quedamente:
- Vámonos, hijo, que es muy tarde ya.

La sirena del coche de policía irrumpió súbitamente en la noche fría, desgarrando la paz irreal de una noche de confesiones, lamentos, angustias y ausencias. Cuando el coche pasó a su lado, vio a Sebastián, sentado en el asiento de atrás. Su mirada parecía perdida en hondos abismos de insondables dimensiones, abatida en su propia batalla para el resto de su vida.

- ¿Por qué lo haría? ¿Por qué no intentaron luchar contra la enfermedad?
- Hijo mío, algún día entenderás que la mente humana es tan rica en recovecos, requiebros y matices como colores nos muestra la naturaleza.
- Pero habían tenido un hijo, era una ilusión más por la que luchar, y él mismo ha reconocido que ella mejoró mucho cuando nació el niño, incluso en el diario se percibe que estaba mejor…
- Mejor no quiere decir curada.

El Irlandés aparcó el coche, ya habían llegado. Sólo entonces se atrevió a hacer la pregunta:
- Inspector Alegría, ¿cómo lo supo? ¿Cómo adivinó que ella fue quien le pidió que la ayudara a morir?
Los ojos del viejo inspector centellearon en la oscuridad. Se giró suavemente, miró al joven muchacho que temblaba de admiración a su lado, y le lanzó un guiño:
- Da mucho de sí ayudar a preparar un café, Irlandés.

Querida Merche, gracias por dejarme seguirte en esta aventura. Me ha encantado y me lo he pasado genial. ¡¡Somos un equipo!!

15 octubre 2008

Un post-it color azul

Rubén se acaba de levantar. Martes, 7 de la mañana. Asoma la nariz por la ventana con el primer bostezo, y fija la vista en el horizonte de mármol gris que comienza a dibujarse. Tres-dos-uno, zas, la luz de la farola de la plaza se apaga de pronto. Como todas las mañanas, de lunes a viernes, el mismo ritual y las mismas rutinas.

Tiene sobre la mesa del salón una nota. Es un post-it tamaño mediano, color azul. La letra apretada de Carlos deseándole un buen día y confesándole una emoción. Ha sido un arrebato, no se ha podido contener, y la fuerza de un "te quiero" planea sobre el horizonte gris apaga farolas de esa mañana recién pintada de azul.

Carlos es así, acomoda la vida de los demás con su juego de almohadones emocionales, hace romas las esquinas con pequeños detalles que iluminan lo cotidiano. Una camisa que no se espera, una invitación al teatro, un viaje sorpresa. Rubén se siente protegido y seguro a su lado. Complementa su vida con una entrega que adormece fantasmas y quimeras.

Pero cuando cruza la puerta de su casa, el horizonte tiene vetas más intensas y el post-it azul queda colgado del nido enmarañado donde aisla su autenticidad, niega su sexualidad y su deseo por Carlos, o tantos hombres antes que él. Ocultar es ley, una norma rígida y severa que somete ferozmente sus decisiones, discurso y hasta la decoración de su casa. Cuando los amigos van a casa, borra todo rastro de Carlos, arrojando la parte más plena de su existencia a un vertedero de oscuridad y anulación. Zozobrar en el fango del desprecio y el juicio ajeno le aterra, asomarse al regazo de la soledad le aterroriza.

El metro va atestado de gente, imposible sentarse. Se incrusta en la puerta y decide arrojar la claustrofobia al rincón mientras rescata un buen recuerdo. Se acuerda de Carlos, de sus largos dedos resbalando por su espalda, hundiendo su rastro en la piel, descubriendo atajos deliciosos. Hay un chico frente a él que le mira fijamente. Tiene grandes ojos, flanqueados por párpados pesados, hinchados de sueño interrumpido. Pero en el brillo del iris se puede leer el interés, la atracción, el deseo. Rubén se siente incómodo con su mirada. Le trae recuerdos de días de huida, turbios y sucios de miedo y renuncia. Eran días sin Carlos, días de cuerpos sedientos entre las sombras, la vuelta a casa con los hombros vencidos, sin apenas aliento, resbalando por toboganes de remordimientos y angustias reencontradas.

Y al llegar, los ojos de Carlos. Encendidos de rabia al principio, confundidos e interrogantes después. Reconocía los demonios, conocía cada palmo del camino de la negación. Y se sorprendía a sí mismo fingiendo que no se enteraba de nada, confiando en que al amor endeble le crecieran piernas fuertes y firmes para caminar por la misma vereda.

Pero a Rubén no se le escapaba la batalla que libraba por contener una lágrima. Al principio, todo quedaba ahí. Pero luego llegó el esbozo de una grieta. La humedad se precipitaba por la mejilla sin que a Carlos le diera tiempo a disimular. No pasa nada, no te preocupes, lo entiendo. Y detrás de su voz, el bramido de la ruptura, cada vez más cercano. La voz grave y arrastrada de Rubén le pedía disculpas, mientras las palabras vacías le raspaban las cuerdas vocales.

El discurso aprendido, el mismo de otras veces. Y la sombra del abandono y la angustia, la llamada de la soledad saludando tan cerca. La necesidad de salir corriendo. Y la vista fija en los ojos de Carlos, que sujetaban los mares furiosos, pero no podían ocultar lo que había detrás. El desgarro de la decepción, la riada del dolor y los trazos firmes del final. Más de lo que Rubén estaba dispuesto a soportar.

Por fin, su parada. El chico de la mirada intensa queda oculto entre la gente que entra apresuradamente al vagón.
Y un post-it azul vuelve a pegarse en su frente. Como un aviso, una advertencia, la señal de un cambio. Las palabras de Carlos le retumban por dentro, un ciclón de emociones están arrasando sus cosechas de temores, largo tiempo sembradas sobre suelo bien regado.
La confesión de Carlos le abrió la ventana esta mañana, le mostró un horizonte de grandes espacios, y le pintó de azul el cielo, antes gris y compacto.

Al llegar al despacho, saluda a su compañero y le confirma que irá a la cena de la oficina.
¿Irás solo, como siempre, o nos sorprenderás con alguna chica guapa, para variar?
No, contesta en tono quedo antes de aclararse la garganta.
No iré solo, afirma con voz más fuerte.
Vendrá conmigo mi novio. Se llama Carlos.


La imagen está sacada de algún rincón de Internet. Desconozco el autor, de lo contrario, lo nombraría encantada.

26 agosto 2008

Se sentó en la cama

Maternidad, Susana D'Momo

Se sentó en la cama, justo en el borde, mientras la hija iba y venía en un tornado de agitación y actividad. Mamá, no te sientes justo ahí, que acabo de doblar esas camisetas y me las vas a arrugar. Su mirada centelleó de censura unos segundos, los justos para dejar paso a la ansiedad. Su atención acababa de cambiar de ojetivo. No sé dónde he puesto la dichosa chaqueta vaquera, que no la encuentro, leche. La madre la miró desde un temblor, observando su gesto de mujer de estreno, toda ella hecha una persona adulta. La miró y la halló tan lejana, tan independiente, tan inmersa en su propio mundo, que sintió que la habitación, la cama y ella misma eran actores de reparto en la escena. El temblor al que se había subido de puntillas se agitó un poco, dejándola al borde del precipicio. Su niña, su pequeña rosquillina, su muñeca, se había hecho mayor. Y se marchaba.

Lo normal, claro. Nada nuevo. Una hija que se independiza y se marcha de casa. En este caso, además, por motivos de estudios, se iba a otra ciudad, otro país. Y, sin embargo, esa homogeneización en la ruta social, esa regularidad en las fases del caminar colectivo, esa continuidad esperable en el devenir de la vida, no le calmaba la ansiedad. Lo esperaba, sabía que llegaría, creía estar preparada. Pero no lo estaba. Y la ilusión que mostraba ante los preparativos de su partida, el frenesí de actividad que había compartido con ella como si de la aventura de dos amigas se tratara, el convencimiento de haber educado a su hija para ser autónoma, inconformista, sin fronteras, eran espejismos de un desierto en el que pugnaba por encontrar agua un corazón malherido.

Mamá, ¿dónde has dejado los pantalones que me has planchado? Ay, Dios, creo que esta maleta pesa demasiado. La hija estaba al borde del colapso, los nervios anticipaban una escena de gritos y lamentos que iba a subir el telón de un momento a otro. La madre se levantó y le acercó los pantalones, los dobló cuidadosamente y recolocó el contenido de la maleta. Lenta y silenciosamente, sin que pareciera que estaban ordenando y metiendo la mano en terreno ajeno. Al terminar, cogió por la cintura a su hija y la abrazó. Al principio, se resistió. Mamá, tengo mucha prisa, anda déjame, que tengo muchas cosas que hacer todavía. Pero la oposición duró poco, era apenas un árbol de puntillas, con ramas nuevas y extendidas al cielo para abarcarlo todo.

El abrazo se llenó de besos, los de una madre. Los que inflaman de seguridad y sanan quebrantos. Los que se escapan en la maraña de la memoria, porque nacieron con los primeros recuerdos, los que enseñaron a confiar en el suelo que se adivinaba como un reto amenazador en los primeros pasos, los que siempre daban paz cuando el llanto era puro desgarro porque no había palabras todavía.

Había una nube de recuerdos a punto de descargar su contenido. La presión de las primeras gotas la llevaron a una fiesta de San Juan, en la que las dos se ciñeron lazos de colores, quemaron los temores, y brindaron por los nuevos proyectos. Había viajes por completar, idiomas por aprender, amigos por conocer, amores por conquistar. Y una casa. Con luz, de grandes ventanas. Y el mar al otro lado de los cristales, rompiendo en olas su frenesí de caracola. Con una arena recién mojada sobre la que pasear persiguiendo un reflejo. Madre e hija deshojando sus deseos. Los párpados se juntaron tras la risa. Las dos, achinando los ojos al reír. Un rasgo común que estrechaba el cordón que un día habitó en un ombligo.

Unas lagrimillas se escaparon en el nudo del abrazo. Lágrimas de ambas. La hija volvió rápidamente a su maleta, repasando las cosas que aún le quedaba por guardar. Y la madre, nuevamente, volvió a sentir la necesidad de sentarse en el borde de la cama.