21 julio 2006

La flor despintada IV (continuación)

Su pelo se ensortijaba como si tuviera vida propia, enredando dedos, manos, piernas, labios. Sus muslos eran compactos, duros de puro mármol. Éramos dos cuerpos libres, amándose, entregándose, bebiéndose, comiéndose, mientras las calles se habitaban de represión y grises tonos. La primera vez que escuché de sus labios el timbre de un orgasmo, me asusté, porque no estaba acostumbrado a escuchar tan liberadora expresión de goce en libertad en una mujer, normalmente cautas y comedidas.
Pero la sorpresa inicial se vio barrida por un intenso deseo de continuar amando, sin fuerzas, vencidos de sed, ahítos de placer. Nuestros sexos habitando un solo infierno, los pezones apuntando a una estrella, y ella abriéndose como cueva de invierno que acoge al peregrino moribundo, indefenso, ansioso por dejarse mimar en tierra caliente, blanda y dura en un mismo roce, temeroso de perder lo que ha hallado sin esperarlo. Su boca era mi boca, mi pecho era su seno, su vulva era mi asiento, mi pene era su tabla.
Mientras nuestros cuerpos permanecían enroscados, uno dentro del otro, todo encajaba. Cuando todo terminaba, los abrazos estorbaban, eran barrotes de una prisión que le impedían respirar. A Ana le aterraba el compromiso.
Sólo le hablé una única vez de estabilizar nuestra relación y no supe nada de ella durante una semana de tinieblas y eterna espera. Cuando regresó, llevaba en el pelo enredado la sombra de un secreto al que nunca tuve acceso, y para cuando logré alcanzarlo, era demasiado tarde.


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- Tenía un pelo maravilloso, Tata, y rizado o liso, siempre salía preciosa en las fotos.
- Es verdad. Podía haber sido artista de variedades, como la Piqué o la Castro, pero con más clase, que parecía salida del mismísimo Jollibú ese, sobre todo cuando se vestía para salir con Manuel. Aquellas uñas, tan bien pintadas, que parecían joyas de lo que relucían, y esos vestidos de crèpe tan bien planchados, que le resbalaban a una por el cuerpo como una babosa. Claro, que a ella le quedaban que parecía una diosa, con esa cinturita...
- ...que se podía abarcar con una mano...
- ...eso mismo, y cuando llegaba él, todo alboroto y desatino. “Buenos días, Tata, ¿Cómo se encuentra hoy?” “Mejor, Manuel, esta noche no he dormido mal del todo” “¿Ha visto qué nubes tan blancas hay en el cielo, Tata? He estado toda la mañana mirándolas, pero no me he atrevido a fotografiarlas, luego parecen naturalezas muertas”.
... Siempre estaba con estas cosas, y entre la labia que tenía y lo apuesto y buen mozo que era, tenía a todas las chiquillas locas. Claro, que él sólo tenía ojos para Ludita. Sólo... hasta que se le pusieron esas ideas tontas en la cabeza sobre los pobres y los ricos, que si el hombre es libre para decidir su destino, que si la educación tiene que llegar al pueblo, que si la mujer tiene que tener derechos, que si hay que renovar la mentalidad, decía, venimos a este mundo sojuzgados –no se me olvidará la palabra que sonaba a blasfemia, Dios me libre- y tenemos que desembarazarnos de las cadenas, y vuelta otra vez con que la tierra es para quien la trabaja y que había que repartir las tierras, y qué sé yo cuántas insensateces más, que todavía me acuerdo de cuando la Ludi me pidió que la acompañara a la Plaza Grande, porque allí iba a hablar el Manuel. Y había mucha gente, todos hechos unos ecce-homos, que iban hechos unos zarrapastrosos... mineros, creo que me dijo la Ludi, “son mineros, Tata, gente de la montaña que vive en la miseria jugándose la vida cada vez que bajan a la mina, viendo como se les mueren los hijos en los brazos, comiditos por la miseria que da el frío y el hambre, mientras los patronos y amos de la mina se enriquecen explotándolos hasta la muerte”. A mí me dio un escalofrío, pero no entendí del todo bien lo que me decía Luditina, porque aquellos hombres miraban raro, miraban duro, como con odio por dentro, no sé cómo explicarlo, pero no eran hombres que estuvieran en paz con Dios, eso seguro. Y el Manuel, ahí subido, en lo alto del escenario que había colocado en el centro de la plaza, justo donde se montaba la pista de baile en las fiestas de la patrona. Estaba muy serio, pero lucía muy guapo, tan moreno, un poco despeinado por el viento del monte que llegaba recio. Hablaba con un micrófono de esos, y se le oía muy alto y bien claro, la verdad. Decía que era el momento de organizarse y exigir cambios, que sí señor, habló de exigir, que hubiera médicos y medicina gratuita para tratar sus enfermedades, porque decía la Ludita que casi todos estaban enfermos terminales de pulmón, que los niños y las niñas tenían que recibir educación gratuita y obligatoria, que había que organizar el trabajo para mejorar las condiciones, la seguridad, y hablaba de pensiones de jubilación, de pagar a las viudas, a los huérfanos... a todos, madre del amor hermoso, y es que lo que sí que no se le podía negar al Manuel es que a generoso no le ganaba nadie.
- ¿Y Luz Divina, qué decía?
- Ay, a la Ludi le brillaban mucho los ojos cuando le escuchaba... se quedaba con la boca abierta, como en éxtasis, en trance, exactamente igual que como salía Santa Teresa en las estampas que te daban en misa, como si estuviera viendo al mismísimo Dios nuestro señor, que Dios me perdone.

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