21 julio 2006

La flor despintada VI (final)

No la volví a ver hasta un año después, en un café casposo de París. No esperaba encontrarla, pero un amigo alemán me habló de una fotógrafa española que tenía mucho material sobre la situación en Palestina, y supe al instante que se trataba de ella. Le pedí el teléfono y la llamé. Casualmente estaba de paso en París, y sí, podía dedicarme un café... por los viejos tiempos. Estaba tan ansioso por volver a verla, que no di importancia a la voz grave y oscura que me hablaba al otro lado del teléfono.
Quedamos en el café que escogió ella, un antro de artistas bohemios e inconformistas, que creían ser las tres cosas, sin ser ninguna, mientras llenaban de mentiras una vida ociosa e improductiva en el aureolado Montmartre de mediados de siglo, del S XX, claro. París entera se reconstruía y se lavaba la cara tras la dominación nazi. Había un aroma de esperanza en el aire, de sueños retomados, de vidas rehiladas, y eso me hizo albergar sueños imposibles. El café estaba lleno a rebosar, no quedaba ninguna mesa libre. Me acomodé en la barra y me tomé de un trago el primer whiskey. Iba por el tercero cuando apareció. Entró muy decidida, pero se paró en el dintel de la puerta. Miró en todas direcciones. Me estaba buscando, pero yo no le dije nada. Me quedé contemplando su nuevo peinado, largo y ondulado, exactamente igual al del resto de mujeres que me cruzaba por la calle. Llevaba un traje chaqueta con tacones sugerentes, y lucía una elegancia totalmente propia de una mujer de clase media europea.
Aquella no era la joven intrépida y sin compromisos que yo había amado. Dio unos pasos hacia dentro del local, y fue justo cuando aproveché para marcharme de allí, para escapar. Necesitaba aire, necesitaba respirar y apartar este mal sueño de mi cabeza. Anduve y anduve sin parar, y cuando me quise dar cuenta estaba en el Boi de Bologne. Tomé asiento en un banco frente a un estanque, y poco a poco fui recobrando el ánimo y las fuerzas. Justo entonces me vino a la mente la mirada desafiante del hombre elegante que esperaba fuera del café, apoyado en la puerta entreabierta de un coche. Parecía esperar a alguien que no tardaría mucho en salir para irse con él.
Al cabo de unas semanas, dejé París y me escapé a Londres. Allí me esperaba otro país que también renacía y recobraba fuerzas perdidas. Justo el lugar donde un tipo como yo podía estar. Fue el mismo amigo el que me dio la noticia de forma tan casual, que al principio no acerté a darle la importancia que tenía. Ana y su esposo venían a Londres a inaugurar una exposición itinerante de fotografías. Ana y su esposo. Casada. Aquel hombre. Su nuevo aspecto de mujer común que tanto había despreciado siempre. Todo encajaba.
Decidí acercarme a la exposición de sus fotografías. Las últimas de unos viajes que no se repetirían pues ahora era una dama formal y caprichosa, que podía recorrer el mundo sin despeinar ni uno sólo de sus dominados cabellos.
Cuando me vio, se acercó sonriendo con unos labios que no reconocí, y me habló con unas palabras que no entendí. Habló de seguridad, de un hombre, su marido, ofreciéndole todo el apoyo económico de un heredero de importante fortuna europea, de aprender a conocerse y adaptarse a los tiempos, de madurar, de sentido común, y lo más rotundo: de compromiso. La
miré perplejo, pero ya desde la distancia. Y la odié, por aniquilar sin piedad a la mujer a la que yo habría entregado mi vida sin hacer más preguntas. Aun así la seguí mirando, intentando encontrar en ella un pedacito, un trocito apenas velado de piel que me trajera a la otra Ana.
En ese momento llegó él, nos presentó y busqué en los ojos de ella la chispa. No la encontré. Me excusé con otro compromiso, y me dispuse a marcharme lo más lejos posible de allí. Justo cuando giraba la calle, oí un grito. Alguien me llamaba... ¡¡¡¡Danieeeeel!!!!
Era ella. Tenía el pelo alborotado por la carrera, casi como cuando terminábamos de hacer el amor. Me abrazó de golpe y me estrechó fuerte. Sólo susurraba mi nombre, y aquella sí era su voz. Aquellos sí sus labios. Entonces brotaron las lágrimas, y las palabras tiernas que hablaban de recuerdos dulces que nos acompañarían siempre. Le pedí que se viniera conmigo. Cerró los ojos, y cuando los abrió de nuevo, regresó la nueva, la mujer fiel y sensata en que se había convertido.
Me alejé de allí con el sabor de nuestro último beso aún prendido en los labios. Justo entonces me di cuenta de que mientras me abrazaba y besaba, y susurraba mi nombre, le había vuelto la chispa a los grandes ojos negros.


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Se despertó sobresaltada, sin saber a ciencia cierta dónde estaba. En su mente rebullían ciudades como París, Londres, Madrid, pero de forma desordenada. Se irguió en el asiento y se atusó el pelo. El señor del asiento de al lado, la miraba con gesto dulce. Le sonrió tímidamente, mientras notaba el logotipo en relieve de RENFE como una réplica exacta en su mejilla. El anciano le susurró: “Ya hemos llegado a Zamora, señorita”. La sorpresa le hizo reaccionar, y se levantó bruscamente. Cogió todas sus cosas, y se dispuso a bajar del tren. El contacto con el frío aire castellano, la despertó de golpe. En el andén, escenario de bultos y personas, la gente avanzaba torpemente, adaptándose a sus huecos. El anciano se despidió cortésmente inclinando la cabeza y sin dejar de sonreír con dulzura. Le siguió con la mirada, viendo cómo encontraba su sitio entre la gente, alejándose, hasta que lo perdió de vista. Los más rezagados comenzaron a distribuirse hacia direcciones diferentes, recobrando individualidades, y distinguió apenas el abrigo del anciano en la distancia. Justo cuando iba a empezar a moverse, algo le obligó a mirar otra vez al anciano.
En el punto exacto donde acababa de ver a su compañero de viaje, estaba Daniel.
De pie, mirándola fijamente, sonriendo, esperándola. No había tiempo para preguntas, ya se formularían después. Corrió y corrió hacia él, y cuando estaba a unos pasos de alcanzarlo, descubrió que las lágrimas apuntaban una gran sonrisa, como flor recién pintada.


Enero 2002
TRL

A Maite.
A Víctor, Merche, Miguel y Enrique. Porque no olvidan tanto sueño y tanta lucha.
A Carmina, que se fue demasiado pronto pero me dejó sus historias.
A mi madre, que me las recuerda.

1 comentario:

Avellaneda dijo...

Aquí de vuelta a Madrid, al caluroso, a veces inhóspito, pero hogar al fin y al cabo:-). Y después de reconocer mi casita me he puesto a leer tu historia.
En primer lugar gracias por escribirla y gracias por compartirla.
En segundo lugar, enhorabuena por que has hecho una historia encantadora y suena a cursi pero es lo primero que me ha surgido al terminar de leerla.
Tierna y emotiva, cruda y real, cotidiana aún cuando hay personajes poco comunes. La tata me ha encantado.
No sé, a mi me ha gustado y me ha dado enooorrrme envidia (sana, eso sí :-)).
Un beso y seguiremos leyendonos!!!
Mer