23 agosto 2006

Un cigarrillo

A Enrique, por pedirme que escriba

¿Tienes un cigarrillo? Es que esta bruja me los esconde y no me deja fumar, será retorcida, más que una lagartija, peor, porque los animales son más nobles que las personas. ¿No ves que ya son muchos años? ¡¡Noventa y dos!! Y tengo algunos achaques, claro, pero ya quisieran muchos llegar a mi edad con esta energía, que lo único que tengo mal es la vista y los pulmones, pero total, qué más da a estas alturas que fume un cigarrillo más y que vea un poquito menos.

La primera vez que fumé uno tenía 12 años, cuando entré a trabajar como mozo de agujas en la estación. Todos los días me levantaba a las cinco de la mañana y andaba una hora hasta la estación, y cuando llegaba, el cojo Modesto me ofrecía un cigarrillo, que él mismo liaba, para calentar el cuerpo, que aquellos sí que eran duros inviernos.

Modesto estaba cojo porque le dio una descarga en la catenaria cuando estaba de maniobras con un Mercancías, y a punto estuvo de palmarla. Mudó toda la piel como una serpiente, pero sobrevivió y sólo le quedó una cojera de aquello. Un milagro, dijeron. Gente dura, los ferroviarios, y para mí era un honor que me ofreciera un cigarrillo cada mañana antes de empezar la faena.

En la estación muchos se alistaron en el ejército republicano cuando la guerra, y teníamos asambleas todos los días a las que asistían intelectuales y muchos obreros, como nosotros. Yo no faltaba nunca, y los veía hablar, discutir e intentaba aprenderlo todo, porque yo no sabía apenas leer, que tuve que dejar la escuela con 10 años para subir al monte de pastor con los lebreles.

El cojo Modesto hablaba muchísimo, era anarquista y soltaba discursos sobre la colectivización de las tierras y la libertad del individuo. Siempre acababa discutiendo con Castillo y Lorenzo, que eran socialistas y organizaban grupos de intendencia para preparar a los hombres que iban a ir al frente. Los anarquistas no creían en la disciplina ni en el socialismo, pero a todos les unía el odio a los fascistas y los cafés en la tasca de la Candidina.

En esas asambleas se fumaba muchísimo, y ya ves, a la mitad de ellos se los llevó la guerra y a la otra mitad la vida y sus golpes, pero ninguno dejó de fumar, que de algo tiene que morir uno y yo prefiero hacerlo con un cigarrillo en los labios.

La guerra fue horrible, en la tapia de la estación fusilaron a muchos compañeros, al alba, a escondidas, como a perros. Hombres jóvenes que se llevó la guerra con su gula y ensañamiento. Estábamos en terreno nacional, así que me metieron preso con el resto de hombres y a mi pobre madre casi le dio un síncope. Nos llevaron a León y en la misma celda coincidimos con los mineros del Bierzo, que tenían las uñas tan negras como roja la sangre.

Tosían sin parar, y escupían restos de carbón que tenían pegados en los bronquios. Eran hombres enteros, de una pieza, que apretaban fuerte la mano cuando saludaban, y sabían de la injusticia de ver morir a los hijos en los brazos, sin poder hacer nada.

Lorenzo, el socialista, decía que había que luchar por una educación gratuita, sanidad para todos, mejores condiciones laborales y pensiones de jubilación. Los mineros le miraban con los ojos encendidos y algunos derramaban a escondidas lágrimas negras de mineral.

El cojo Modesto sacaba la armónica todas las noches y cuando la tocaba se hacía un silencio denso, sólo roto por algunos sollozos aislados y las toses ahogadas de los mineros enfermos. La melodía de Modesto nos ayudaba a dormir sobre el suelo de piedra, que sudaba una humedad que traspasaba los pulmones.

Modesto estaba enamorado de la hija de la Candidina, Melina, y le escribía unos poemas muy bonitos con una letra ansiosa y apretada. Él creía en el hombre libre, en la literatura, en la poesía. Tenía ejemplares de Miguel Hernández, con el que coincidió en la cárcel, y de Alberti, Salinas y Lorca.

La Melina tenía la piel pecosa. El Cojo decía que las manchitas eran estrellas reposando en su cara. Por las noches las buscaba en el rastro que dejaban las nubes a través del pequeño hueco de la celda, y sólo entonces sonreía y tocaba la armónica.

Cuando salí de la cárcel, el cojo me pidió que le entregara los últimos poemas a Melina. Me dio un abrazo y le vi alejarse con paso desequilibrado, dándose manotazos en la cara para borrar las pistas de unas mansas lágrimas.

No pude cumplir su encargo porque a la Melina la metieron presa y murió de una tuberculosis en dos meses. La habían rapado y violado en el pueblo en presencia del párroco, al que escupió en la cara cuando fue a darle la extremaunción a la cárcel. Según me contaron, murió con una sonrisa en los labios murmurando una melodía de armónica.

Al Modesto le fusilaron a finales del 38, con la guerra casi perdida. Gracias a Castillo me llegaron todos sus libros. Había anotaciones de su puño y letra en cada hoja, versos improvisados, inacabados. Cuántas veces llegó la noche y me pilló memorizándolos.

Bien sabes tú lo pesado que he sido siempre con los libros, pero para mí son algo más que letras y papel. Son los recuerdos, la historia que nunca se olvida porque está impresa y al alcance de todos. Leer es aprender y conocer es mejorar. Siempre, como el cigarrillo después de una buena comida, que te deja satisfecho y completo.

Dicen que cuando el Modesto se enteró de la muerte de Melina, desmontó pieza a pieza la armónica y fue enterrando cada trocito por todas las cárceles por las que pasó. Ya no volvió a escribir más poemas ni a mirar las estrellas.

Al principio, yo me escapaba a verle, a escondidas de mis padres, y apuraba con él unos cigarrillos que le liaba siguiendo sus intrucciones, porque le temblaba mucho el pulso.

Con el paso de los años, se convirtió en una obsesión encontrar la tumba de la Melina para devolverle los poemas del cojo. Por eso fue tan importante el hallazgo de su fosa común. Entonces la familia pudo despedirla con dignidad y respeto.

Me dejaron meter en el ataúd los viejos poemas del cojo y recitar algunos versos. Me sentía más ágil que nunca, y tu abuela me miraba como si estuviera ante el mismo joven que la llevó al altar. Recuerdo que esa noche las estrellas brillaron limpias y grandes.

Para mí el cojo fue como un padre, y no sólo me enseñó a fumar, sino que me mostró valores como la amistad, la solidaridad, la lucha por alcanzar una sociedad más justa e igualitaria. Valores que espero haberos enseñado y transmitido.

Nunca os lo he dicho, pero estoy muy orgulloso de vosotros. Sois buenas personas y luchadoras. Procurad encontrar vuestro cielo estrellado y entregaros.
Y ahora, déjame solo un rato, que quiero fumarme un cigarrillo tranquilamente mientras el sol termina de esconderse.

2005

2 comentarios:

Stupor Mundi dijo...

Fumé mi primer cigarrillo como nostalgia del sabor de la boca del primer hombre que me dio un beso.
Cuántas tormentas me traes a torrentes querida Tamara...

Anónimo dijo...

Gracias Tamara por dedicarme este relato, pero... ¿como no voy a animarte para que escribas? Tienes talento, ilusión y luz para escribir. Pase lo pase, nunca dejes de hacerlo, nunca dejes de trasmitir lo que sientes, tus sensaciones, tus sentimientos y de crear historias mágicas o reales. Este relato me encanta, y no sólo porque me lo dediques a mi ;·) en menos de dos páginas y media llegas a reflejar la historia de varios personajes en un tiempo horrible que debemos tener en el pensamiento, para que nunca más vuelva a ocurrir.
Que feliz me haces cada vez que escribes algo nuevo, porque sé que te hace un poquito más feliz, porque sé que te da mayor seguridad para seguir haciéndolo, porque es un regalo que nos das a todos, un soplo de genialidad que necesito seguir recibiendo.
Nunca me cansaré de decirte lo afortunado que me siento de estar contigo, eres maravillosa por dentro y por fuera, eso lo ve todo el mundo... pero recuerda que eres mía y sólo mía.. mi tesoro.

T Q +++
Enrique