24 octubre 2006

Unas pocas letras

A Pilar, para que nunca le falten buenas historias en su saca de cartera,
ni nunca deje de compartirlas con los que la queremos.

Todas las semanas hacía el mismo recorrido andando. A la ida, la saca iba vencida por el rumor de muchas letras, desbordada de narraciones de todo tipo. A la vuelta, quedaba vacía y hundida por un silencio inquieto. Así era su vida de cartero.

Llevaba 30 años entregando a los vecinos ilusiones, amores escondidos, miserias impagadas, deudas cotidianas. No eran buenos tiempos para el correo escrito, a la gente se le estaba olvidando escribir, y ya no era un acontecimiento importante la llegada del cartero, portador de nuevas y enlace con el exterior.

A pesar de eso, dos veces por semana llenaba la saca de palabras y números, y echaba a andar. La primera parada era en casa de Andrés, el funcionario jubilado. Estaba suscrito a varias revistas y era muy escrupuloso con que la entrega del material se efectuara en perfectas condiciones, sin una sola doblez admisible en la revista.

Cuando el cartero llegaba, siempre le estaba esperando en la puerta, donde palmoteaba su espalda con alegría. Pese al gesto animoso, su rostro escondía un atisbo de angustia. Recogía las revistas con una mano, mientras la otra asía con fuerza el hombro del cartero, reteniéndole. Hablaba sin freno, desmesurado, repasando las noticias de la radio, cálida compañera de noches insomnes. Continuaba con recomendaciones sobre la temperatura, el tiempo y los malos vientos, esos que arrastraban nubes opacas de soledad y agonía.

En un momento determinado, la voz se volvía un hilo enflaquecido, donde palabras ininteligibles se demoraban detrás de unos ojos turbios. Apuntaban entonces unas lágrimas, que se esforzaba por esconder parpadeando, mientras ponía punto y final a la conversación. Ese era el momento en el que el cartero echaba la saca al hombro, donde notaba ardiendo la huella impresa de la mano del funcionario, y se despedía de él, hasta el próximo día.

El hombre siempre se quedaba chequeando el estado del jardín, vencido también por tantas ausencias.

Otra de las entregas le llevaba hasta la casa de la familia Montero, donde Tina vivía con sus ancianos padres. Ella misma acudía a la llamada del cartero, con una ensayada indiferencia como recibimiento. Entre las cartas comunes que adjuntaban facturas y publicidad, siempre estaba la otra. Pequeña, con letra apresurada, pero firme, donde se podía leer el nombre de Tina.

La recogía dejándola para el final, mientras el cartero le preguntaba por su novio. Siempre se reproducía la misma escena: sonreía vagamente, iniciando una respuesta convencional que se veía interrumpida súbitamente por el descubrimiento de la carta, con el nombre del novio en el remite. Entonces, se volvía locuaz y la abría sin miramientos delante del cartero.

Sus palabras se perdían en descripciones acerca de una futura visita del novio para conocer a los padres, una boda inminente, un nido de planes de viajes, pisos y proyectos, que le devolvían color a las ajadas mejillas.

Finalmente firmaba alguna carta certificada, y se despedía contenta, hasta el próximo día.

Sólo entonces, el cartero se atrevía a mirar la firma brillante de tinta aún, con los mismos trazos y la misma letra que la carta. Apresurada, pero firme, donde se podía leer el nombre de Tina.

Al final del camino, quedaba la casa de David, y allí hacía una parada junto al brasero en invierno, y junto al olivo en verano mientras compartía con él unas palabras y un cremoso café.

David no podía andar, pero sus manos volaban describiendo sus sueños y visiones. Recibía poca correspondencia, pero él se pasaba el día escribiendo. Escribía a todas las editoriales, periódicos, museos, para buscar un lugar que diera cobijo a sus escritos.

Esperaba la carta que le subiera el telón, pero nunca llegaba. No desesperaba, insistía en todas direcciones, países y lenguajes. Y seguía escribiendo, cada día, con la misma energía y curiosidad, como un río que echa a andar por vez primera. Hablar con él era como taparse con la manta cuando cae fría la noche. El café abrigaba el cuerpo, su compañía, abrigaba el alma.

El cartero salía de la casa y recuperaba el paso, ya equilibrado por el ligero equipaje que portaba, saca yaciente sin esqueleto. Las palabras quedaban atrás, y con ellas los sueños, las ausencias y los anhelos. Unas pocas letras para describirlos y una hora para entregarlas. Hasta el próximo día.

2005

6 comentarios:

Stupor Mundi dijo...

Como recuerdo la emoción de abrir el desvencijado buzón de mi casa, llevamos años queriendo cambiarlo, y comprobar que alguien se había acordado de nosotros. Aunque fuera el banco, o una empresa de seguros.
Cuantas cosas perdemos en nombre de la comodidad. Se nos acabará la palabra y nos comunicaremos con la indiferencia.
Magistral, como siempre, querida Tamara...

Avellaneda dijo...

El trabajo de cartero tiene algo de poético... bueno, TENÍA algo de poético porque ahora... es el transmisor de tus transferencias bancarias y el mensajero de tus gastos... y ¡ay que ver la de gastos!
Yo también recuerdo perfectamente el buzón de mi casa de Derio (ahora mis padres lo han cambiado), un buzón verde pintado con Titanlux, un año si y otro también, porque el pobre vivía en la intemperie. Y recuerdo a mi cartero –es lo bueno que tienen los pueblos, que conoces a todos y lo bueno que tiene a veces Madrid que no conoces a casi nadie-. Pasó a mejor vida, con su vespa y todo, arrollado por un coche. Que en paz descanse. Traía las cartas de es@s amig@s que hacías en las revistas como Nuevo Vale, o de primos y primas con las que te escribías pero muy de ciento en viento. Ahora nada de eso…
Pero bueno, siempre queda nuestro blog y nuestras ganas de comunicarnos, nuestros emilios que no tienen cartero pero que consiguen el mismo efecto… al menos una sonrisa y pensar que no todo es trabajar, comer y pagar las facturas.
Gracias por tu texto. Como ves, has conseguido que den ganas de escribir y de enrollarse y ¡como a mi me gusta poco! :o)
Besos

Anónimo dijo...

M ha gustado mucho como has narrado esa historia...nose si es fictia o real pero es realmente bonita...tienes razon...hoy en dia es dificil escribir una carta...unas letras... y dejarlas en ese buzon en el k solo llegan cartas de propaganda,facturas y demas....creo q una buena carta puede guardar mas recuerdos que una llamada...una carta expresa sentimientos que igual con palabras no sabemos decir...una carta es un esfuerzo y un desahogo del que lo hace...pero yo siempre preferire un buen cafe...xq aunk las palabras no digan muxo pero si la mirada de la gente...sus gestos y los detalles hacen que t llenen de recuerdos...las cartas para mi hacen mas llevadera la distancia...y nos unen apesar de ls kilometros k nos separan...bueno en fin...no dejes de scribirm...y si puede ser una carta...estare gustosa de recibirla.un besin tqm

Anónimo dijo...

Haces que el simple y cotidiano hecho de entregar o recibir una carta se convierta en mucho mas ... hasta me dan ganas de bajar ahora mismo al buzón para ver si alguien me ha escrito algo.
¿Las nuevas tecnologias nos facilitan la vida? Es muy posible, pero se pierde gran parte del romanticismo.
Bsos.

Anónimo dijo...

Yo, que ya tengo mis años, recuerdo con nostalgia, aquella época de la comunicación epistolar, ahora, inmersos como estamos, en esta prisa existencial que parece no llegar a ninguna parte, nos perdemos muchas cosas, una de ellas es el placer de recibir una carta llena de sentimientos.
No dejes de escribir nunca.

Anónimo dijo...

Estoy totalmente de acuerdo con stupor mundi, para mi siempre ha sido parte del ritual diario antes de subir a casa, ver qué hay en el buzón, sea lo que sea, y mejor aún si es una carta o una postal de los amigos que siempe están de viaje, y también sueño....que me ha llegado un cheque regalo, que me he ganado un coche en un sorteo...siempre siento un pellizco de desilusión si está vacío, ni siquiera el folleto de publicidad del restaurante chino..