07 diciembre 2006

El murmullo del silencio

You say it best, when you say nothing at all
Ronan Keating

Decidió quedarse muda cuando vio que no servían de nada las palabras. El silencio se convirtió en una capa de ausencia en la que refugiarse hasta que pasara la tormenta. Muda y en silencio esperaría la llegada de los primeros rayos que el sol regala tras una tempestad, los más brillantes. Ideales para limpiar el rastro de las lágrimas.

Sabía que le iba a costar mucho. No era tarea fácil, desde luego. Toda su vida se había rodeado de palabras. Eran las primeras en acudir ante un desvelo, un dolor, una alegría. No había injusticia que no se pudiera aclarar con palabras. No era posible concebir la convivencia sin diálogo, la vida sin letras.

Pero en esta ocasión se dio cuenta de que ya había hablado demasiado, y había sido en vano. Cuánto esfuerzo arruinado, cuántas letras entrelazadas perdidas en el vacío. No había nadie para escucharlas, nadie dispuesto a entenderlas, asumirlas, mantenerlas.

Al principio no entendió el porqué de ese vacío, la causa de la herida, la raíz del problema. Lo comprendió más tarde, cuando la impotencia emulsionaba con el dolor. Dónde estaba la clave para entender por qué donde ayer hubo un “te quiero”, hoy sólo nacía el rencor, las exigencias y los malentendidos. ¿No era suficiente con quererse? No lo era. También había una balsa de inseguridades, egoísmos y dependencias que superar. Y las palabras no bastaban.

Cuando asomó la primera lágrima, la decisión ya estaba tomada. No iba a intentar nada, no iba a aclarar nada, no iba a acolchar una caída, la red ya estaba rota de tantas palabras malgastadas.

El primer día, el silencio la reconfortó. Parecía fácil, incluso cómodo. Tampoco tenía muchas ganas de hablar, y eso sí que le sorprendió.
El segundo día, tuvo un instante de ansiedad. Fue apenas unos minutos, en los que la urgencia de verbalizar su angustia la zarandeó por completo. Pero fue fuerte y no se dejó vencer.

El tercer día, la ansiedad fue más grande. Los amigos la llamaban y no entendían su mutismo. Como siempre la habían considerado un personaje pintoresco, y muy hablador, les hizo gracia y aplaudieron la iniciativa. La angustia la torturaba buceando en las aguas abisales del silencio, pero también fue más fuerte.

Fue el sexto día cuando lo logró. La angustia había desparecido. Y había dejado paso a la paz. ¿Cómo era posible? Toda su vida había creído firmemente en lo necesario de verbalizar los sentimientos. De cubrir de letras, acentos, comas y puntos suspensivos el esqueleto de nuestras emociones, frustraciones y deseos.

Por el contrario, el silencio daba espacio a la luz. La que abre los ojos para comprender, la que hace vibrar las entrañas ante una verdad que antes se escapaba. La que resuelve, la que ayuda a entender.

Necesitó dos días más para procesar toda la información a la que estaba teniendo acceso. Encontró los lamentos de aquellos que le habían hecho daño, sus propias luchas interiores. Les miró y subió a los áticos de sus victorias y descendió a los trasteros de sus fracasos. Se metió en sus armarios de ropa vieja, sacudió el polvo de su fondo de armario, separó las perchas para que los trajes respiraran.

Abrió la nevera para acercar al borde los productos a punto de caducar, movió las botellas con burbujas para que las chispas se animaran en una algarabía sinfónica. Le tiró de las barbas a los langostinos y pellizcó a las orondas berenjenas. Se metió en la boca una trufa y desordenó los yogures, colocados por sabores.

Tras este viaje apasionante, se sintió más lúcida y vaporosa. Como si perder el peso de las palabras, que ya no le acompañaban más que en pensamiento, le hubiera ayudado a desprenderse del suelo. Como si en su ausencia, hubiera perdido gravedad.

Y fue entonces cuando los que le habían hecho daño notaron que ya no hablaba. Y les desconcertó, no se lo esperaban de la reina de las palabras. Aquello sí que era un acto de rebeldía bárbaro. Aquello sí que era preocupante. La sorpresa les dejó inquietos y les hizo, por unos instantes, olvidarse de su trono de verdadabsoluta.

Algo se les removió en la conciencia. Algo parecido a un asomo de duda, de ropa ventilada en armario removido. De comida divertida y agitada. De colores mezclados, calientes y animados en el frío de una nevera. Y entonces algo les recordó que el ático era más grande y espacioso que el trastero. En el ático había sitio para todo y para todos. Se respiraba el aire de un horizonte abierto y extendido, fresco.

Donde las palabras se las llevaría el viento para traer siempre su murmullo.

2 comentarios:

Avellaneda dijo...

...
Me ha conmovido este texto. He sentido el trastero oreado y el ático mucho más luminoso.
Ese silencio de "ostia pedagógica" para muchos, es una opción sana y una experiencia que debemos realizar todos.
Creo que el silencio es una herramienta de crecimiento personal muy potente, dolorosa por lo que puedas oirte decir por dentro pero que te deja la vista más despejada y el paso a dar mucho más firme.
Además tienes la mejor opción, escuchar al que tienes al lado. A veces se nos olvida, lo sé.
De verdad que me ha gustado mucho tu relato y ... me dice muchas cosas...
Voy a leerlo de nuevo :-)
¡¡Besos y enhorabuena Tamara!!

Anónimo dijo...

Desde luego este relato no lo podrias contar en primera persona, je,je,je .... ¿Tamara en silencio? Imposible !!!